Amanecer

Amanecer

sábado, 23 de enero de 2016

¿Adictos a comer?




Una gran parte de lo que comemos
no es sino un intento de llenar
nuestra sensación de vacío interior.
Sentirnos plenos y conectados no es algo
que podamos conseguir con comida.
Es nuestro estado de consciencia real.

Muchos de  nosotros hemos experimentado alguna vez ( o frecuentemente) ese impulso de tomar algo, meternos algo en la boca de forma inconsciente, como si tratáramos de llenar un hueco incómodo o de sentirnos aliviados cuando nos hallamos emocionalmente molestos, solos, apesadumbrados o confusos…¿verdad?

Y de hecho, si lo seguimos haciendo, será porque de algún modo notamos un alivio del  estado en el que nos encontrábamos cuando recurrimos a tomar esos bocados.

Y, sin embargo, ese cambio  no es duradero. Parece que nos calmamos en el rato en que estamos comiendo, pero después, casi inmediatamente, aparece el pesar o el arrepentimiento, si no la culpa por haber de nuevo recurrido a algo que ahora nos produce malestar, pesadez…por el simple hecho de que no era una necesidad real.

Esos bocados de comida estaban, simplemente, cumpliendo una función adictiva. Es decir, tratábamos de evitar al tomarlos sentir algo (sensaciones, emociones...) que, sin darnos cuenta, rechazamos de forma automática. Eso es una adicción: “No quiero sentir esto”, sería su enunciado consciente si nos detuviéramos a contemplar el mecanismo.

Como normalmente no lo hacemos, vamos a hacerlo ahora.

La raíz de todas nuestras adicciones es un sentimiento muy desagradable de amenaza o peligro que aparece como consecuencia de  un error mental que está en la base de nuestro sistema de pensamiento: la separación.

“Soy un ser separado. Aquí estoy yo y ahí está el mundo. Y entre nosotros hay una barrera. Me siento solo, desamparado, desconectado y esto amenaza mi supervivencia…Tengo que hacer algo: defenderme, buscar el modo de sentirme aceptado, de ser reconocido en un universo que no parece notar mi presencia o, si la nota, la rechaza.”

Este no es el estado natural del ser humano. Cuando nacimos, no experimentábamos esta desconexión: había una continuidad natural. Se dice incluso que, en los primeros meses,  el niño no distingue dónde termina su cuerpo y empieza el mundo que llamamos externo. Sólo después, por el condicionamiento del ambiente, aprende a percibir desde la separación un mundo de cuerpos sólidos  desconectados unos de  otros. Lo cual es un error, como la nueva física nos viene diciendo ya desde hace años. Todo es energía y todo está conectado. Nuestra forma de percibir no está en sintonía con la realidad. Por eso sufrimos, por habernos encerrado a nosotros mismos en  unos  límites corporales que están en contradicción con la realidad profunda de la vida.

Al percibir esta separación del mundo que nos rodea, generamos mecanismos de defensa que nos permitan sentirnos aceptados, acompañados, protegidos, más conectados…Y creamos formas artificiosas de expresarnos que nos garanticen una seguridad que creemos nos falta: nos forjamos un personaje y vivimos repitiendo papeles que no son naturales y que demandan un esfuerzo. Usamos  gran parte  de nuestras energías en recordar nuestro pasado, culparnos o arrepentirnos por él, y tratando de predecir y controlar el futuro. Aprendemos a esconder nuestras emociones o evitarlas por temor a ser inadecuados o perder el reconocimiento que necesitamos para sobrevivir. Poco apoco, el sentimiento de separación se intensifica, al ser nutrido con estas estrategias de ocultación y de simulación que nos separan de nuestra naturaleza espontánea y del mundo que nos rodea.

¿Resultado? Incomodidad, sufrimiento, desconexión, inseguridad, miedo, malestar…emociones  bloqueadas que no encuentran su salida y que nos provocan sensaciones desagradables en el cuerpo: cerrazón, aislamiento, ansiedad, presión, tensión, vacío…
En nuestro estado natural, las emociones son procesadas de forma muy simple ya que disponemos de mecanismos biológicos preparados para ello. Pero al no considerarlas aceptables, las evitamos y escondemos. Acumuladas, las percibimos como algo realmente amenazador y tratamos de evitar que se manifiesten.

 Cuando aparecen, empezamos a buscar remediar estas sensaciones de mil maneras. No podemos vivir así. Al sentirnos tan aislados, experimentamos pobreza, carencia, vacío, soledad…Nos creemos “nada” y buscamos fuera “algo” a lo que agarrarnos. En realidad, es un error de percepción. No hemos tenido la oportunidad de conocer nuestra naturaleza amplia, al identificarnos con esa versión limitada de nosotros mismos.. Y desde esa percepción errónea es normal que busquemos paliativos. Es una búsqueda compulsiva de algo que nos llene, que nos calme, que nos conecte,  que nos evite sentir nuestro malestar, nuestro aparente aislamiento o nuestra sensación de insuficiencia.

Este buscar toma muchas formas: hacer cosas, trabajar desmedidamente, encontrar relaciones que nos llenen, tomar sustancias, o, simplemente, comer.

El comer, cuando no responde a un hambre real, puede cumplir muchas funciones:

- Hacernos sentir conectados con algo cuando experimentamos aislamiento o soledad,

-Dejar de pensar cuando estamos agobiados por pensamientos dolorosos o confusos y necesitamos desconectar…

-Llenar un hueco, una especie de vacío que experimentamos en alguna zona de nuestro cuerpo si nos detenemos un poco.

-Darnos un descanso cuando estamos cansados de buscar, sea cual sea la naturaleza de la búsqueda…

-Aliviar la sensación llamada “aburrimiento” (que podemos traducir como falta de contacto con nuestra energía vital)

-Sentir que existimos, cuando no nos sentimos a nosotros mismos.

-Tapar emociones indeseadas: ansiedad, enfado, rencor, tristeza, miedo…

Por debajo de la sensación, siempre encontramos un sentido de separación, soledad y deficiencia que tratamos de evitar. Un sentido de falta y necesidad. Nuestra mente lleva implícita la carencia. Nunca es suficiente, siempre podría ser mejor.

Cuando aprendemos a aceptar completamente todo lo que aparece en nuestra experiencia, en lugar de evitarlo, a estar presentes y conscientes de todo lo que vivimos en este momento, conectamos con lo que somos de verdad: la consciencia, nuestra naturaleza verdadera. Ella  es capaz de albergarlo todo: nuestra sensación de necesidad, de carencia, nuestros impulsos de búsqueda, nuestra soledad, nuestra sensación de estar separados. Contemplar todo eso sin hacer nada es lo único que necesitamos.

VOLVER AL MOMENTO PRESENTE Y ABRAZARLO es la única manera de sentirnos alimentados continuamente. El rechazar este momento para buscar la vida en otro lugar es lo que nos deja desconectados, desnutridos, hambrientos, desubicados.

La vida es aquí. Es, para cada uno de nosotros, este instante sagrado que cada uno estamos viviendo. Y no lo queremos. Nos parece pequeño, poca cosa. Sin embargo, la clave de la felicidad se encuentra con frecuencia en lo más pequeño, en lo más simple, en lo más despreciado. La enseñanza de los grandes seres de la humanidad, como Jesús, siempre se ha detenido en el amor y el aprecio de lo que el ego no considera. Y lo más pequeño, vulnerable e inadvertido es este momento. Este instante, inocente, es como un niño que lo contiene todo.

Pero nos lo saltamos buscando lo grande. Nos saltamos nuestros sentimientos, nos tragamos nuestro dolor, nuestra angustia…buscando más allá. Este movimiento de separación de lo real es la raíz de todo nuestro sufrimiento, porque cuando nos vamos, estamos traicionando y despreciando nuestra vida, lo único que tenemos. Y generando así una ansiedad que no sabemos cómo manejar.
Y buscamos calmar esas sensaciones difíciles por medios que no son adecuados. La comida no puede llenar el vacío de atención que nuestros hijos internos nos piden.
Nos alejamos de ellos, nos desconectamos de sus sentimientos para taparlos con algo que no necesitan y que les bloquea aún más.

Necesitamos devolver a los alimentos su verdadera función. Dejar de usarlos como tapadera, como instrumentos del ego para mantenernos separados de nosotros mismos. La comida se ha convertido en un comportamiento compulsivo que nos impide conectar con la simplicidad de nuestro ser.
Este no tiene grandes necesidades. De su conexión con la Vida surge un estado natural de plenitud que no busca nada para llenar ningún hueco.

Cuando nos sentimos conectados con la existencia, difícilmente experimentamos vacíos o deseos compulsivos. Nos sentimos nutridos, por ejemplo, cuando estamos enamorados o entusiasmados, como si un alimento invisible nos diera toda la energía que necesitamos.
Recuerda uno de esos momentos de tu vida en que sentías tanta motivación por algo que apenas pensabas en comer. ¿Te ha sucedido? O quizás, si sentías apetito, tu reacción con lo que comías era mucho más desapegada o placentera, ¿verdad? ¿Había urgencia cuando te encontraste por primera vez para cenar con la persona de la  que te acababas de enamorar? Y mientras desarrollabas aquel proyecto magnífico, ¿tus pensamientos estaban enfocados en la comida?
Seguramente no...¿Verdad?

El hambre, en momentos así, o bien desaparece o se manifiesta como simple hambre, necesidad inconfundible de nuestra fisiología de absorber energía.

En el estado de consciencia restringido  en el que nos solemos encontrar, pensando y actuando constantemente, la capacidad de distinguir entre lo que es el hambre real y la necesidad compulsiva de llenar un vacío emocional casi desaparece.

Una vez más, necesitamos aquietarnos y sentir, observar cuidadosamente todo lo que experimentamos en relación con los alimentos. Con ellos hemos establecido una relación de dependencia, muy similar a la que se establece con otros seres humanos desde la sensación de carencia y limitación. Sobre ellos proyectamos tanto la satisfacción de nuestras necesidades emocionales como, a veces, la culpabilidad por nuestros estados.

Y nada de esto es real, ni en relación con otras personas ni en relación a los alimentos. Nada ni nadie puede llenar nuestro íntimo anhelo de compleción. Nada ni nadie es culpable de nuestros estados de incompleción, por mucho que tratemos de proyectarlos fuera.

Quizás sea urgente que nuestro comer deje de estar al servicio de la separación ancestral y caduca y se convierta en un medio de experimentar la unidad con el todo que nos sostiene a través del aprecio y la consciencia. Quizás necesitemos aprender a ir más allá de lo que  nuestros hábitos mentales nos van dictando desde la inercia. A ver, tocar, saborear y sentir la Vida, la energía que se esconde tras cada bocado, que es nuestra propia esencia.

En realidad, desde este estado contemplativo, que no busca nada ni proyecta en la comida ninguna expectativa, aquietándonos, podemos acceder a su energía inocente y nutritiva.

Una vez más, dejar de hacer, de pretender, de intentar conseguir algo.
Y permitir que la vida se revele. En primer lugar, mostrándonos nuestros propios obstáculos y barreras, todo lo que interfiere en esa conexión.